miércoles, 18 de enero de 2017

Noche vacía:

El reloj no deja de avanzar. En la habitación solo queda su repiqueteo como prueba del tiempo incontenible, latido ahogado por los ruidos naturales de una casa moderna. Los electrodomésticos no dejan de funcionar, son la única compañía que llena el vacío y ahoga el silencio. La madrugada ha vaciado las calles e incluso el coro de perros ha concluido su función.
En un lugar sin importancia de esta noche encantada, rodeada de un silencio inexistente en la ciudad a esas horas habitada por la presencia inapreciable de quienes sin moverse viajan al sueño, me encuentro yo.

Con tanta comodidad como si reposara por primera vez en un lecho ajeno y con la molestia desesperante de mis propias sábanas rozando mis pies desnudos, estoy intentando conciliar el sueño. Nunca antes mi almohada me había maltratado tanto como para no permitirme descansar sobre ella. Nunca antes las mantas osaron aplastarme hasta hacerme sentir ahogada. Nunca había notado lo infinitamente enorme que era mi cama. Y como si fuera poco, nunca antes había estado tan consciente de mi misma. Puedo sentir cuantos latidos da mi corazón, cuantas respiraciones doy por segundo, cómo se mueven mis entrañas ya vacías a esta hora…

Pero, aun así, la incomodidad física no es nada comparado a los tormentos de mi propia consciencia semidormida. La acentuación de mi mal estar se lo debo a ella, y por mucho que lo intente, el vacío que siento en mi corazón (generalmente ignorable) está más presente que nunca. Está ahí, tan nítido como el vacío de mi estómago pronto a desayunar. Me falta algo y no se me permite olvidarlo.
Tal como la evocación de Eleonora por el incienso celestial[1], el removerme en las sábanas deja escapar los restos de su perfume, llevándome directamente a sus brazos. Ya no son las sábanas quienes me arropan, si no su calor. Ya no soy sostenida por la almohada, si no que por su pecho. Ya no siento el tic-tac del reloj, si no su corazón. Inspiro profundo antes que su olor se pierda junto al recuerdo. Una parte de mí sabe que es una fantasía, pero mi cansado corazón quiere ser envuelto por ella.

¡Lo extrañaba tanto! En la oscuridad de la habitación puedo ver su sonrisa y sus profundos ojos de enamorado observándome. Siento el rubor en mis mejillas y esa sensación en el estómago que nunca dejó de darme al verlo sin importar el tiempo que llevemos juntos.

Pero no.

Aúlla un perro afuera de mi ventana. Despierto del ensueño antes de siquiera disfrutarlo. Mi consciencia ganó: me convenció de que era falso.

Me siento en la cama esperando encontrar algo. Siento un tirante de mi camisola deslizarse por mi hombro y dejarlo desnudo. Aun desorientada, me percato de mi soledad únicamente por mi falta de pudor, si hubiese alguien instintivamente lo hubiera puesto en su lugar, o al menos me habría alisado el cabello con las manos para no estar tan desaliñada. Escudriño la oscuridad, esperando encontrarlo, pero claro, no está ahí. Me abrazo reprimiendo un sollozo. El resto está en silencio (o al menos tanto como se puede en ese lugar y a esa hora.)

Me recuesto así, dejando que mis pensamientos vuelvan a invadirme.

¿Dónde está él?

No lo sé.

¿Volverá?

Quizá. Siempre está la posibilidad de que no lo haga… podría encontrar a otra o morir. Incluso podría morir yo antes de volver a verle.

Así es la vida.

Veo la hora. Suena la campanilla del reloj, hora de salir de la cama. La desconecto, no tengo responsabilidades hoy. Volteo para conciliar el sueño.

Esperaré la segunda alarma antes de levantarme. Tal vez para entonces ya esté dispuesta a despertar de verdad.




[1] “El cuervo”, Edgar Allan Poe. V. 79-84.

lunes, 9 de enero de 2017

Corazón Roto

Silencio. No hay interrupción en esa bóveda cerrada. ¿Es su idea o ya no hay más cosas en su cabeza? Intenta recordar…

Nada.

¿Hacía cuanto tiempo que ya la había perdido? Esa mañana, sabe Dios cuánto tiempo atrás, en el terminal de buses, sus cabellos empapados por la llovizna, un beso fugaz e igualmente, una fugaz mirada habían sido su despedida. No hubo tiempo para la emotividad, pero sabía que ese autobús se llevaba gran parte de él. La parte restante se dividía entre la que quería gritarle lo que sentía por ella y la que deseaba llorar a mares por su pérdida. Pero ahí, en ese momento, en esa bóveda cerrada ya no sentía nada.

Su corazón ya vacío, limpio por las lágrimas que derramó esa noche por ella, solo late por cumplir su función. A veces cree sentir su aroma entre sus cabellos, como si durante toda la noche su cabeza hubiese reposado junto a la de él. Solo entonces vuelve a latir con fervor, late por amor, no por bombear sangre. Pero no pasa mucho tiempo antes de sentir el dolor por su latir roto. Lo lastima como si el engranaje que faltara dañara todo el sistema por una pieza que insiste en continuar moviéndose en mala posición, como si cada movimiento de su corazón destruyese esa máquina ahora disfuncional desgastando el material quién sabe hasta qué momento… el aroma se va y solo queda el silencio de esa bóveda cerrada donde se encuentra.

Desde que la vio partir esa mañana de llovizna que esa pieza faltante le dificulta el seguir viviendo. Su corazón ya no late como debe. Sí, justo ahí, en el altar está quien le arrebató esa parte que ahora no lo deja seguir en paz, de pie, junto a su amada.

El silencio ahora le molesta. Arruga la frente y le mira con odio. “Por ti ya no la tengo a mi lado.”

Porque esa mañana gris por la llovizna, en el terminal de buses, tras esa rápida despedida en la que ni siquiera pudo repetirle lo que sentía por ella, todo terminaría. Nunca más vería su mirada enamorada ni su sonrisa al verlo a él… Enjuga con ira las lágrimas de impotencia que salen de sus ojos mientras lo ve con ella…

Ya no habría marcha atrás, una vez salieran juntos, deberían pasar al olvido para poder vivir… ¿Cómo olvidar lo que aún vive en él por ella?

Resultado de imagen para puertas del paraisoLos llantos quiebran el silencio. La bóveda se abre.

Su llanto se perdió en el bullicio del terminal. Pero el bullicio se perdería por un fatídico estruendo.

Ahora su corazón está roto, pero el de ella se había destrozado para no latir más.
Entre cánticos, su amada sale de la iglesia con la compañía de su Dios. Nunca más la vería, ni sentiría su olor, ni oiría su voz, no podría volver a saborear sus besos ni a tomar su mano con la ternura que merecía.

Los cánticos se alejan y su corazón vuelve a latir agónico. Ese día el bus se llevó una parte de él y ahora, solo en la bóveda de la iglesia, lo único que llena ese espacio, es el silencio de quien jamás volverá.