jueves, 27 de abril de 2017

6:30 a.m.

La ciudad bajo la luz blanca de las nubes sigue siendo la misma. Sirenas, congestión vehicular y frío. Lo esencial no ha cambiado desde la primera vez que recorrí estas calles. Cubierta con un abrigo diferente al de esa vez, me invade una nostalgia que no me permite caminar a gusto.

El blanco pasa a ser negro y bajo las nubes se reflejan las luces anaranjadas de la ciudad. Aún es de tarde para mí, aunque el reloj marca la medianoche. Mi rutina no me permite volver a casa. Alegres voces y música salen de los bares, cálidos locales. Pero debo seguir caminando. Intentando huir de la nostalgia y del frío que no sé de dónde provienen.

Voces y rostros de otras fechas vuelven a mí. Unos fueron guapos, otros talentosos. De cada uno me viene un gastado cariño. Algo dado y algo recibido. Mas, si están en mi pasado es por una razón. Los dejé ahí por algo, aunque con frecuencia su recuerdo me hace sonreír con cariño, pero al hacerlo, sufro… no hay un día en que los pueda olvidar.

http://www.santiagocapital.cl/fichas/home/plaza-baquedano/parques-y-plazas/
Pero la nostalgia se presenta por otra causa… Es en mi presente que algo falta.

Dejé atrás mi pasado. Cada persona quedó en el camino tal como en estas calles, tal como los faroles de luces anaranjadas, cada uno diferente al anterior, pero iluminando mi pasar. Dejo las esquinas y los minutos. La nostalgia pasa a ser congoja. Cada paso me aprieta el corazón. A menor distancia de mi destino más lejos siento mi objetivo. Diviso mi hogar a lo lejos. Todos los rostros vistos quedan en un rincón de mi corazón, donde siempre estarán presentes, pero no molestarán más que en la soledad. Se acelera mi pulso, siento cómo mi estómago se retuerce de emoción.

Por fin la llave gira, vuelvo a sentir calor. Por una fracción de segundo todo mi ser se congela. En el interior es de día, y ahí estás tú. En ese momento que te veo es cuando noto que todo el camino, los malos recuerdos, los faroles y el frío, todo lo que dejé atrás, cada cosa que se cruzó en mi camino para desviarme a dónde me encuentro ahora… todo valió la pena por estar a tu lado en este momento.

Aquello que me faltaba a lo largo de mi trayecto eras tú.

sábado, 4 de febrero de 2017

La madre que llora

Dicen que no existe nada más doloroso que ver a una madre llorar: sientes impotencia por no poder hacer nada por ayudarla y lloras con ella. Sabes que jamás te pedirá nada para aliviar su dolor y tienes dos opciones: o lo buscas por las tuyas o la ignoras y esperas a dejar de ver su llanto. Sea cual sea el camino que eliges, siempre te queda ese sabor amargo por haber visto sus lágrimas.

Ahora quiero que guardes silencio un momento ¿No oyes nada? Ha de ser porque ya te acostumbraste, porque para cuando tu naciste este llanto ya se oía en el aire, para ti es parte del mundo. De ser así, siéntate un momento sobre el piso, cierra tus ojos y extiende tu mano hacia él. Toca el duro suelo frío y siente… No. De seguro tampoco puedes sentir cómo convulsiona al no poder contener sus lágrimas.

Te explicaré de lo que hablo (por si aún no lo has comprendido).

Existe una madre aún más antigua que la madre de Cristo, más antigua que la Eva bíblica y mucho más aún que la Eva de la ciencia. Es una madre solitaria que solo fue concebida por el destino.
Antes de dar a luz por primera vez, se entregó a una danza alrededor de un Ser todavía más ancestral que ella. Para poder engendrar, debió bailar durante tanto tiempo que ni sumando la idea de todos los que escuchen esta historia, podrían acercarse a la realidad. Tras mucho girar en torno a este Ser, por fin su ritual dio frutos y, pese a estar condenada a no descansar para conservar la vida, concibió a su primer hijo… y tras él a otro y a otro. Así, sin dejar nunca de parir, ellos fueron a su vez generando descendencia logrando que su linaje se extendiera incontablemente, con nuevas variaciones, pero todas y cada una, obligada a danzar junto a la primera madre.

El tiempo pasó y uno de los hijos procreó descendencia. Se concientizaron de todo lo que ocurría. Quisieron ser independientes y se alejaron del resto de la familia. Acabaron olvidando sus orígenes, al punto de creerse superiores a todo lo que la primera madre había creado.

¿Aún no sabes de qué va esto?

Este linaje pródigo olvidó, decía antes, sus orígenes y, de igual manera, comenzó a sentirse superior por sobre todos aquellos que no pertenecían al mismo. Esclavizó a sus hermanos, hijos de la primera madre, e incluso, a algunos que eran de su propio linaje pero que poseían rasgos de sus antepasados. Repudió todo lo que marcara sus inicios. Creó leyes para reprimir sus instintos.

Sin embargo, aún se veían obligados a danzar.

Mas detente a pensar: si eso les hicieron a sus hermanos ¿Cómo tratarían a su madre? Sí, hablo de esa madre que después de tanto dar a luz, continuaba manteniendo su belleza aún más viva que al ser una virgen árida. Esa madre orgullosa de crear hijos fuertes que aportaban a su belleza y valor. Esa madre, envejeció tras todos los problemas que sus hijos rebeldes le proporcionaron. Nadie escuchó en qué momento comenzó a llorar.

Se pregunta qué sucedió ¿En qué momento pasó de ser una diosa adorada a ser destrozada y apaleada por sus propios reverentes? ¿Cuál fue su error?

Hay un viejo dicho que dice “cría cuervos y te sacarán los ojos”. Estos hijos sacaron hasta el último pelo de su abundante y hermosa cabellera. Eliminaron cual Caín, a sus propios hermanos, y no se detuvieron hasta notar que ya tenían agónica a la pobre madre.

“Debemos cuidarla y respetarla” decían unos pocos cuando notaron que ya era demasiado tarde, pero eran acallados, tratados de locos e ilusos. Otros, al ver que la danza que los mantenía vivo podía terminar, crearon medios para danzar a su propio ritmo y desligarse del Ser adorado por la madre, pero aún era muy pronto para hacerlo.

Mientras los menos buscaban soluciones, la mayoría continuaban con la tortura: derramaban sobre ella la negra sangre de quienes murieron mucho antes de ellos nacer, arrancaban o quemaban sus pulmones, deshicieron con sus vapores tóxicos el delgado vestido ritual que la protegía de ser dañada por el Ser al que ella le bailaba, con sus juguetes de muerte lograron dejarla estéril poco a poco. Un día ya no pudo concebir nada más.

Su demacrado cuerpo liberó un perfume que hizo dormir a todos sus hijos con sus respectivas estirpes, incluyendo a los rebeldes. Pero estos últimos se negaron a dormir. Habiendo rechazado este último acto de compasión, se vieron obligados a observar todo lo venidero, ya que nada más podían hacer.

Ya cansada, la madre lentamente dejó de bailar. Su cuerpo comenzó a enfriarse. Un silencio se escuchó en todos lados, recién en ese momento habían notado el lamento que los arrullaba desde hacía ya varias generaciones. El llanto había cesado. Ya no había más dolor. Así, cerró sus ojos y poco a poco todo en su interior se volvió sombras.

Finalmente, su vida terminó.

Imagen extraída de
http://www.pachayachachiq.org/metafisica/el-regreso-del-culto-a-la-madre-tierra/
Les recomiendo leer también el artículo si gustan.
Aún me pregunto qué sentirían los hijos al verse solos. No podían bailar por cuenta propia y no mucho tiempo después murieron de frío ellos también ¿Sería el tiempo suficiente para arrepentirse? Sé que perdón jamás le pidieron a la madre, mucho menos a sus hermanos, pero me gustaría saber si al menos al final dejarían de lado su orgullo. ¿Se darían cuenta alguna vez que no eran mejores que los demás? Sinceramente pienso que no fue así. Porque el humano estaba tan cegado que ni siquiera notó que había encadenado a su madre, porque hasta el final siguió con la idea de que le pertenecía sin notar que había sido él la creación que había asesinado a su propia diosa y, porque todas las deidades creadas por ellos mismos, fueron más veneradas que quien les había otorgado la vida.

Espero que hora sepas quién es tu verdadera madre y a quién le debes respeto, a quién no debes seguir haciendo llorar pues algún día se cansará de ti y todo lo que te conté se repetirá…


¿Todavía sigues creyéndote dueño de ti mismo?

miércoles, 18 de enero de 2017

Noche vacía:

El reloj no deja de avanzar. En la habitación solo queda su repiqueteo como prueba del tiempo incontenible, latido ahogado por los ruidos naturales de una casa moderna. Los electrodomésticos no dejan de funcionar, son la única compañía que llena el vacío y ahoga el silencio. La madrugada ha vaciado las calles e incluso el coro de perros ha concluido su función.
En un lugar sin importancia de esta noche encantada, rodeada de un silencio inexistente en la ciudad a esas horas habitada por la presencia inapreciable de quienes sin moverse viajan al sueño, me encuentro yo.

Con tanta comodidad como si reposara por primera vez en un lecho ajeno y con la molestia desesperante de mis propias sábanas rozando mis pies desnudos, estoy intentando conciliar el sueño. Nunca antes mi almohada me había maltratado tanto como para no permitirme descansar sobre ella. Nunca antes las mantas osaron aplastarme hasta hacerme sentir ahogada. Nunca había notado lo infinitamente enorme que era mi cama. Y como si fuera poco, nunca antes había estado tan consciente de mi misma. Puedo sentir cuantos latidos da mi corazón, cuantas respiraciones doy por segundo, cómo se mueven mis entrañas ya vacías a esta hora…

Pero, aun así, la incomodidad física no es nada comparado a los tormentos de mi propia consciencia semidormida. La acentuación de mi mal estar se lo debo a ella, y por mucho que lo intente, el vacío que siento en mi corazón (generalmente ignorable) está más presente que nunca. Está ahí, tan nítido como el vacío de mi estómago pronto a desayunar. Me falta algo y no se me permite olvidarlo.
Tal como la evocación de Eleonora por el incienso celestial[1], el removerme en las sábanas deja escapar los restos de su perfume, llevándome directamente a sus brazos. Ya no son las sábanas quienes me arropan, si no su calor. Ya no soy sostenida por la almohada, si no que por su pecho. Ya no siento el tic-tac del reloj, si no su corazón. Inspiro profundo antes que su olor se pierda junto al recuerdo. Una parte de mí sabe que es una fantasía, pero mi cansado corazón quiere ser envuelto por ella.

¡Lo extrañaba tanto! En la oscuridad de la habitación puedo ver su sonrisa y sus profundos ojos de enamorado observándome. Siento el rubor en mis mejillas y esa sensación en el estómago que nunca dejó de darme al verlo sin importar el tiempo que llevemos juntos.

Pero no.

Aúlla un perro afuera de mi ventana. Despierto del ensueño antes de siquiera disfrutarlo. Mi consciencia ganó: me convenció de que era falso.

Me siento en la cama esperando encontrar algo. Siento un tirante de mi camisola deslizarse por mi hombro y dejarlo desnudo. Aun desorientada, me percato de mi soledad únicamente por mi falta de pudor, si hubiese alguien instintivamente lo hubiera puesto en su lugar, o al menos me habría alisado el cabello con las manos para no estar tan desaliñada. Escudriño la oscuridad, esperando encontrarlo, pero claro, no está ahí. Me abrazo reprimiendo un sollozo. El resto está en silencio (o al menos tanto como se puede en ese lugar y a esa hora.)

Me recuesto así, dejando que mis pensamientos vuelvan a invadirme.

¿Dónde está él?

No lo sé.

¿Volverá?

Quizá. Siempre está la posibilidad de que no lo haga… podría encontrar a otra o morir. Incluso podría morir yo antes de volver a verle.

Así es la vida.

Veo la hora. Suena la campanilla del reloj, hora de salir de la cama. La desconecto, no tengo responsabilidades hoy. Volteo para conciliar el sueño.

Esperaré la segunda alarma antes de levantarme. Tal vez para entonces ya esté dispuesta a despertar de verdad.




[1] “El cuervo”, Edgar Allan Poe. V. 79-84.

lunes, 9 de enero de 2017

Corazón Roto

Silencio. No hay interrupción en esa bóveda cerrada. ¿Es su idea o ya no hay más cosas en su cabeza? Intenta recordar…

Nada.

¿Hacía cuanto tiempo que ya la había perdido? Esa mañana, sabe Dios cuánto tiempo atrás, en el terminal de buses, sus cabellos empapados por la llovizna, un beso fugaz e igualmente, una fugaz mirada habían sido su despedida. No hubo tiempo para la emotividad, pero sabía que ese autobús se llevaba gran parte de él. La parte restante se dividía entre la que quería gritarle lo que sentía por ella y la que deseaba llorar a mares por su pérdida. Pero ahí, en ese momento, en esa bóveda cerrada ya no sentía nada.

Su corazón ya vacío, limpio por las lágrimas que derramó esa noche por ella, solo late por cumplir su función. A veces cree sentir su aroma entre sus cabellos, como si durante toda la noche su cabeza hubiese reposado junto a la de él. Solo entonces vuelve a latir con fervor, late por amor, no por bombear sangre. Pero no pasa mucho tiempo antes de sentir el dolor por su latir roto. Lo lastima como si el engranaje que faltara dañara todo el sistema por una pieza que insiste en continuar moviéndose en mala posición, como si cada movimiento de su corazón destruyese esa máquina ahora disfuncional desgastando el material quién sabe hasta qué momento… el aroma se va y solo queda el silencio de esa bóveda cerrada donde se encuentra.

Desde que la vio partir esa mañana de llovizna que esa pieza faltante le dificulta el seguir viviendo. Su corazón ya no late como debe. Sí, justo ahí, en el altar está quien le arrebató esa parte que ahora no lo deja seguir en paz, de pie, junto a su amada.

El silencio ahora le molesta. Arruga la frente y le mira con odio. “Por ti ya no la tengo a mi lado.”

Porque esa mañana gris por la llovizna, en el terminal de buses, tras esa rápida despedida en la que ni siquiera pudo repetirle lo que sentía por ella, todo terminaría. Nunca más vería su mirada enamorada ni su sonrisa al verlo a él… Enjuga con ira las lágrimas de impotencia que salen de sus ojos mientras lo ve con ella…

Ya no habría marcha atrás, una vez salieran juntos, deberían pasar al olvido para poder vivir… ¿Cómo olvidar lo que aún vive en él por ella?

Resultado de imagen para puertas del paraisoLos llantos quiebran el silencio. La bóveda se abre.

Su llanto se perdió en el bullicio del terminal. Pero el bullicio se perdería por un fatídico estruendo.

Ahora su corazón está roto, pero el de ella se había destrozado para no latir más.
Entre cánticos, su amada sale de la iglesia con la compañía de su Dios. Nunca más la vería, ni sentiría su olor, ni oiría su voz, no podría volver a saborear sus besos ni a tomar su mano con la ternura que merecía.

Los cánticos se alejan y su corazón vuelve a latir agónico. Ese día el bus se llevó una parte de él y ahora, solo en la bóveda de la iglesia, lo único que llena ese espacio, es el silencio de quien jamás volverá.